jueves, 7 de febrero de 2008

La leyenda del Conde Ojones

Esta es leyenda cual pocas,
que, escrita en época medieval,
no es épica ni histórica
ni la vienen a aderezar
hazañas de grandes hombres
que sueñan con lograr gloria,
grandes gestas de renombre
ni amores puros, ni victorias.

Según cuenta alguien muy sabio
cuya palabra es de fiar
pues no despegara un labio
para decir cosa falaz,
hubo, hace muchos años
cierto Conde, muy principal
al cual, por tener los ojos
algo grandes y saltones,
llamáronle "Conde Ojones".

Nombre, que a su descendencia
correspondía perpetuar.
Y fue bastante herencia
para el pequeño Sebastián,
por culpa de lenguas llanas
que con la palabra labran
destrucción, odio y mal.

Rumor que en duda ponía,
del Conde la paternidad
se extendió por el lugar.

Mucha gente suponía
que cuando éste hubo partido
a ejercer como cruzado,
la lucha con el moro infiel,
su hermano Don Pérez Hido
logró abrir el candado
y yació con su mujer.

Lo único que se ha sabido
es que durante su ausencia,
ámbos veíanse con frecuencia
y al poco de volver el marido,
nacería la criatura.
No cuadrando pues, las cuentas,
todo fueron conjeturas,
intrigas, bromas, apuestas ...

Para colmo de sospechas,
un mentón bien definido
y el óvalo de su testa
apuntan a Pérez Hido
como el autor de la gesta.

Consultó a un gran vidente,
pareciendo ser evidente
lo contado en el lugat.
¡Basta ya! ¡Estoy que ardo!
¡No tolero hijos bastardos!
El conde, a punto de estallar,
se dirige como un dardo
al encuentro de su hermano
tratando de solventar
asunto tan delicado,
cuestión tan particular.

Al Conde, ajeno a la calma
se le encienden los colores
y le sangra la mirada.
Miradas de acusaciones
escupe el Conde Ojones.
Pérez Hido los hechos niega
y Ojones rápido se enciega.

Grita: ¡ Si mientes y ese hijo
no es fruto de mi simiente,
caro he de hacértelo pagar!
¡Más respeto yo te exijo!

El Conde espetóle golpe tal,
que interrumpe su protesta.
Don Pérez Hido contesta
propiciando con la testa
un cabezazo certero
que lleva a medir el suelo
al molesto impertinente,
que cae como fulminado.
Tiene los ojos cerrados
pero algo abierta la frente.

Mas rápido se reanima
y con su acero prodiga
razones tales a espadazos
que van haciendo pedazos
todo lo que logra encontrar,
hasta que uno alcanza el cuello,
produciendo tal deguello
que la sangre anega el lugar.

Lejos del arrepentimiento,
con súbito movimiento
decapita a su hermano.
¡Muere perro, vil gusano!

El Conde no mostró
ninguna condescendencia.
A Sebastián negó
tanto palabra y audiencia
como hacienda y ascendencia.

Por todos es despreciado.
Hasta por su hermano Alberto,
quien siguiendo los dictados
y consejos paternales,
le negará el reconocimiento
de sus lazos fraternales.

Sebastián, joven altivo,
aunque hundido en su moral
y vacíos bolsa y moral
se basta con un motivo
para seguir estando vivo;
y es el amor que profesa
por una bella princesa
que mora en cierto castillo.

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